Dos cazadores se vieron mutuamente implicados en un pleito. Uno de ellos le preguntó a su abogado si no sería una buena idea enviarle al juez unas perdices. El abogado se mostró horrorizado: «Este juez se enorgullece de su incorruptibilidad», le dijo. «Un gesto como ése produciría justamente el efecto contrario del que usted pretende.»
Una vez concluido -y ganado- el proceso, el hombre invitó a su abogado a cenar y le agradeció el consejo referente a las perdices: «¿Sabe usted?», le dijo, «al final acabé enviando las perdices al juez... bajo el nombre de nuestro oponente.»
La indignación moral puede cegar tanto como la venalidad.
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